Suena
mi teléfono nuevo. Me cuesta identificar de dónde sale ese ruido estridente. Es
la primera llamada que recibo.
Al
otro lado, una voz dulce que pregunta por mí. Es mi ginecóloga. He estado
esperando su llamada desde hacía semanas. No me había atrevido a esperar con impaciencia,
ya que sabía que tardaría en llamar.
A
principios de septiembre fui a verla. Hacía meses que tenía una pregunta muy
importante que hacerle. Me inquietaba el interrogante porque me daba terror la respuesta, y hoy, ha llegado.
“¿Recuerdas
lo que me pediste?, siento decirte que no. He hablado con la patóloga y no
hicieron fotos (de Cora). Solo las
hacen, por protocolo, cuando el bebé sufre alguna malformación, para dejar
constancia. Lo siento mucho.”
Le
contesto cordial y amablemente. Pero noto como mi corazón se va desquebrajando
poco a poco. Me despido de ella sin dejar que amanezca la emoción que intuyo.

Adai juega encantado con su “yayi”. Lo miro y
me pregunto si Cora hubiera sido tan rubita, de piel tan suave y de sonrisa
permanente. No lo sé, y jamás lo sabré.
Me
atreví a pedir su foto porque se me olvida su cara. No sé cómo no pensé en
fotografiarla yo misma cuando nació. A veces
me odio por no haber sabido pensar en algo tan simple. Todas mis posibilidades por
volver a verla se esfuman tras esa llamada.
Quiero
su foto porque ya no sé si la recuerdo a ella o
recuerdo la imagen que he creado de pensarla tantas veces.
Cuando
la conocí físicamente, a primera vista sentí decepción y rabia que no supe
expresar. La comadrona tuvo la brillante idea de censurar sus ojos y su boca
con unos esparadrapos trasparentes. Vetó su mirada inerte y su boca pálida. ¿Qué
quiso esconder? Mi hija era la más bella pese a que rebosara muerte. Aquella señora
inculta emocional me prohibió, con sus celos tajantes, que contemplara a mi nena en su totalidad, tal y como era.
Con
un gorrito y una sábana verde, quedaba escondido el resto de su cuerpo. Quise
verla toda, pero no pude. Estaba envuelta como el mejor de los regalos, deshice
vueltas y vueltas de tela de quirófano, y su cuerpo no aparecía. Decidí no desenvolver
más, y quedarme con la imagen de su cara solamente.
Hoy
me arrepiento. Me arrepiento con todas mis fuerzas. Estoy rabiosa. Tengo
charcos en los ojos y cemento en la garganta. No supe hacerlo mejor. Y a veces,
no me perdono por ello.
En
ocasiones me cuesta comprender que hice lo que pude. Bastante tenía con recibir
a la muerte, yo que esperaba, inocente, a la vida.
Hoy,
2 años y 8 meses después, sé que jamás volveré a verte.
Tendré
que conformarme con imaginarte porque sé que el recuerdo de tu cara se irá
difuminando, cada vez más, hasta convertirse en un sueño.
Me
voy a dormir con el deseo intenso de soñarte como antes, como nunca, como
siempre. Necesito verte, una vez más, mi Cora. Quedamos en el único lugar que
podemos vernos, a solas, en secreto. Ven a mis sueños, te espero allí.
Hoy,
se reabre un poquito la herida, y cierro un capítulo más de tu corta vida y tu
eterna huella. Te quiero, petita.
Noe, como escribiste una vez, recordala para no olvidarla.
ResponderEliminarBesos
Gracias. ;) Un besito.
EliminarNo se como he llegado hasta aquí. Quizá a través de todo lo que se removió en mi interior tras la diada de ayer.
ResponderEliminarSiento que no hayan hecho fotos de Cora en el hospital, es una pena que esta sociedad "tan moderna" aún no este preparada para casos así. Nosotros cuando sucede estamos en shock, no podemos pensar, quien nos atiende nos tendría que asesorar para que luego estas cosas no nos desgarraran por dentro, es parte del proceso de sanación y deberían tenerlo en cuenta. Es tan grande todo lo que haces por Cora y por los demás petits... allí donde este seguro que se siente orgullosa de ti.
Gracias por tus palabras Bárbara.
ResponderEliminarMe alegra que vinieses a la Diada.
Un abrazo enorme.
Precioso escrito y tan doloroso a la vez... Es cierto que deberíamos quedarnos solo con la sensación de tener cerca su alma, pero somos humanos y necesitamos aferrarnos a lo físico... a una imagen...
ResponderEliminarUn besote, Noelia ♥